domingo, 23 de mayo de 2021

HE LIMPIADO TODO, NO HE DEJADO NADA.

 

Tenía el cuerpo dolorido y mucha sed, soñaba con un jergón, necesitaba descansar. Amanecería en un par de horas.

- ¿Qué hacemos? ¿Continuamos?

Andrés hubiera dicho que sí, lo dijo, seguiríamos cabalgando, ¡Seguro! Pero esa respuesta salió solo de mis recuerdos, no de su voz.

Me llamo Curro. El sol ya no está, acaba de desaparecer por detrás del perfil azul rojizo de la serranía, comienza a hacer frío. El silencio es casi total, solo se escucha el eco de los cascos de mi caballo. Otra noche sin dormir pero cuando amanezca veré el mar.

Noto que me siento mal, extraño, triste, solo, decepcionado. Tengo cien años. Nunca pensé que podría pasar, aunque era lo normal. Andrés, siempre fuerte y seguro, con el don de saber ceder, haciendo planes continuamente, siempre alegre y generoso, siempre junto a mí, desde que nací. Cuanto le extraño.

Nos habituamos a nuestra vida, fácil aunque peligrosa, nos parecía normal cuando no lo era: ¿Quiero algo?, lo tomo, ¿necesito dinero?, lo cojo, siempre quitando algo a alguien y habitualmente con violencia. ¿Y para qué? Para qué, para qué. Para no dejarnos la vida en el campo con los animales, pasando frío y calor, hambre y penas, miserablemente. Para huir de la miseria creada por una tierra pobre hasta lo increíble, que no da absolutamente nada. Así comenzó todo, asaltos fugaces y retiradas aún más. Hacia nuestra casa, hacia la serranía. Viajes de diversión a la ciudad, donde no te conocen y puedes hacer lo que quieras, vino, juego, mujeres, buena comida.

Seguí cabalgando hasta que se hizo de día. No entiendo por qué no sentía frío, lo hacía, la noche es silencio y frío, y oscuridad, y dolor. Recordaba las últimas horas. Lo limpié todo, no quedó ni rastro de la sangre de Andrés. Y me lo llevé todo, lo saqué fuera, lo arrastré hasta el risco y lo quemé todo salvo cuatro o cinco recuerdos que llevo conmigo. La casa quedó como cuando murió madre, un camastro, su cómoda, la mesa y las sillas ajadas del comedor y el aparador carcomido. Como si Andrés y yo nunca hubiéramos vivido allí, como si madre pudiera sentirse de nuevo orgullosa de nosotros. Él yace a la izquierda de su tumba, lo enterré y punto, sin ninguna señal que lo indentifique. Y me fui, para siempre.

Noto la humedad del mar, cada vez estoy más cerca. No sé qué voy a hacer ni cómo voy a empezar, sin él, sin mi amigo, sin mi hermano. 

Recuerdo esas tardes de juegos, después de guardar el ganado, cansados tras un largo día de trabajo, hartos de sol o de frío o de lluvia, esperando las gachas de madre. Bajábamos corriendo al río, necesitábamos diversión, más bien libertad, pienso, cogíamos ranas mientras poco a poco se iba la luz del sol, riendo y saltando de piedra en piedra, como siempre… Ahora pienso que era una vida buena: trabajo duro y sencilla diversión. 

Cómo le echo de menos y como me duele. Pero a mí no me pasará, se  lo debo, me lo debo, se lo debo a madre también. 

No me lo esperaba, no nos lo esperábamos. 

- Viene alguien.
- Un muchacho con un asno.
- ¿Qué querrá?
- Voy a salir.
- Con cuidado Andrés, no salgas desarmado.
- No tendrá más de 15 años…

Volví a lo mío. Enseguida escuché el estruendo, un disparo. Salté hacia la puerta y ahí, a cinco metros, estaba el niño. El revólver humeaba en su mano y el cuerpo de mi hermano estaba inmóvil, retorcido en el suelo, con una gran mancha de sangre bajo la cabeza. Me acerqué, me arrodillé y le volteé. Tenía la cara desfigurada, el impacto le había dado entre los ojos. 

- Arruinasteis a mi familia, nos quedamos sin nada.

Le miré con extrañeza, mi única preocupación era Andrés. Bajé la mirada y cogí a mi hermano por los hombros apoyando su cabeza sobre mi pecho, movía su cara con mi mano obsesivamente.

- Mi madre murió hace veinte días. A mi padre lo acabo de enterrar. ¡Alimañas!

Levanté la cabeza, el muchacho me apuntaba con su arma descargada que ya no servía para nada. Tenía los ojos extraordinariamente abiertos y no paraba de gritar con rabia, desesperadamente. De repente me tiró la pistola a la cabeza y salió corriendo cuesta abajo, el asno detrás de él. 

Me perdí, no sé qué pasó ni durante cuánto tiempo, solo recuerdo cuando mis ojos volvieron a mirar y mi cerebro visualizó que nunca más volvería a escuchar la voz de mi hermano ni ver su sonrisa.

Ahora estoy frente al mar y pienso que hay otros sitios a los que ir, porque hay barcos que cruzan el océano. 

Eso me da esperanza.


 

 

 

(23 de Mayo de 2021)

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021