jueves, 17 de marzo de 2011

Adaptación.

 



Las personas, cuando sufrimos un revés, una agresión, no nos acostumbramos, costumbre no es la palabra, sino que con el paso del tiempo nos adaptamos, esa sí es la palabra, adaptación.

Durante el proceso de adaptación muchas cosas cambian, no solamente nosotros.

La adaptación consiste en que cambiamos para adecuarnos a la nueva situación que se generó tras la agresión. Puede tratarse de un cambio de costumbres, de actitud, de ideas o cualquier otra cosa, pero nuestro cambio arrastra, sin quererlo, al de algunas cosas que hay a nuestro alrededor, las hacemos cambiar nosotros, no deliberadamente, sino como parte de un proceso vital.

La situación de lo que nos rodea ha cambiado, hay un antes y un después.

Al cabo de algún tiempo, y a consecuencia de nuestra adaptación, nos sentimos mucho más confortables y, si el revés no ha sido muy importante ó grave, puede ser que hasta nos olvidemos de él.

El cambio en el entorno que nos rodea permanece y quizás eso sea una venganza contra el que nos ha agredido.

Porque posiblemente ese cambio que se ha producido, que hemos generado en nuestro entorno para sentirnos cómodos en nuestras nuevas circunstancias, se haya vuelto contra él.

Sin embargo nosotros somos más fuertes.

Quién sabe, quizás la vida sea sabia y se vengue de los agresores. 


17 de Marzo de 2011

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021





miércoles, 16 de marzo de 2011

El viaje.

 




El vuelo salió a su hora, eran las 00.25 de un domingo tardío del mes de noviembre.

En el habitáculo de la nave había más plazas vacías que ocupadas lo que permitió que pudiera dormir durante un rato, tumbado incómodamente en una de las filas de cinco asientos vacíos que había en la columna central. Lo de menos fue levantar los cuatro reposabrazos, lo peor fueron las separaciones que había entre los asientos y que no hubo forma humana de adaptarlas a ninguna parte de su cuerpo.

Once horas y media son muchas horas, así que dio tiempo a todo, incluso a ver alguna película. Incluso a leer alguna página del libro que estaba acabando, "Sobre Héroes y Tumbas", ese libro por el que ya conocía parte de la ciudad a la que se dirigía. Especialmente quería visitar el Parque Lezama donde, al lado de la estatua de Ceres, Martín conoció a Alejandra.

Dada la escasez de pasajeros la tripulación iba tan relajada que las tres o cuatro veces que se acercó a la zona de servicio de la aeronave, donde estaba el agua, el café y los snacks, se tuvo que servir él mismo, sin que nadie le hiciera el más mínimo caso.

La diferencia horaria con el destino era de cuatro horas y la distancia diez mil kilómetros, eso, pensaba, sólo se puede dar en un cambio de hemisferio.

No sabía que iba derecho a uno de los viajes de su vida, ni se lo imaginaba. Los últimos días habían sido una carrera de obstáculos, con múltiples problemas de toda índole, aunque sólo uno realmente importante, muy importante. Pero él siempre tuvo fe en que podrían salir.

Aunque siempre le rondó por la cabeza la  posibilidad de tener que cancelarlo todo rápidamente -si hubiera sido necesario por supuesto que lo hubiera hecho- nunca realmente se vio abortándolo. Era un viaje que inició por ella y que a la vez que lo fue programando se fue implicando más y más hasta que casi se sabía de memoria todos los sitios que iban a visitar, mucho antes de pisarlos.

Tampoco sabía que todos los obstáculos que habían soportado antes de salir no iban a ser ni la décima parte de los que se iba a encontrar en los próximos días. Sin embargo, a pesar de ello, quizás gracias a ello, iba a ser unos de los dos viajes más importantes de su vida, uno de los dos que más le marcaría en adelante. Un viaje que recordaría muchos años después con emoción y todo lujo de detalles, sobre el que escribiría un libro, nunca publicado, pero suyo.

En unas pocas horas su piel estaría recibiendo toda la calidez del sol de la primavera porteña, el frío, la humedad y la tristeza se habían quedado en el otoño de Madrid. Las enormes y floreadas jacarandás azules estarían alegrando sus ojos y ese tono arrastrado y cantarín, ese modo porteño de decir palabras muy parecidas a las suyas, estaría regalando sus oídos. Todo ello por primera vez en su vida.

La Plaza de Mayo, San Telmo, Boca, Avenida Córdoba, Avenida Santa Fe, Palermo, el Rio de la Plata con sus aguas enlodadas, de cualquier color menos el de la plata, la Recoleta, los Claustros del Pilar, el enorme gomero frente al café La Biela, donde acostumbraban a sentarse Don Ernesto y sus personajes, todo aquello que ahora le encoge el corazón, estrujándole un poquito y sintiendo una pequeña dosis de felicidad aun en la distancia.

Esa noche de inmenso calor primaveral en la limpia y bella semioscuridad de Buenos Aires sobre una tumbona blanca de plástico en una azotea porteña. Ese cansancio que le hizo quedarse dormido, protegido por los brazos de una felicidad extraña, mientras en su habitación hacía un calor húmedo y difícil para poder dormir.

Esa calidez de la gente a la que se dirigiría y de la que siempre recibiría un trato cortés y muy a menudo amigable, cálido y comprensivo.

Argentina iba a ser a partir de entonces su segundo país, aquel que le hubiera gustado elegir para vivir largas temporadas, aunque nunca pudiera hacerlo. Su vida transcurriría viviendo en su amado Madrid y añorando Buenos Aires, lo patagónico, lo argentino en general.

Ese viaje y ese país cambiaron su vida en gran medida, aunque sin saber del todo cual fue el motivo. En ello tenían mucho más que ver las sensaciones y los sentimientos que la razón.

En realidad, probablemente, lo único que sucedió es que se desatascó y brotó, como de una fuente, todo ese jodido  y maravilloso romanticismo que, sin saberlo hasta ese momento, llevaba dentro.  



16 de Marzo de 2011

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021


jueves, 3 de marzo de 2011

El niño y el amor.

 


El niño acababa de terminar de comer y se preparaba para ir al colegio, él sólo, por primera vez iba a ir sólo, tenía 10 años. Su mamá le había dado un billete de Metro y su papá sesenta céntimos para que se comprara un regaliz antes de entrar al cole.

El niño estaba muy orgulloso y contento, era casi como si fuera un día de fiesta, sus papás habían depositado su confianza en él y por tanto se sentía responsable. Abrió la puerta de su casa y bajó por las escaleras de madera hasta llegar al portal, no lo hizo a saltos como habitualmente, sino despacio y escalón a escalón, había que prevenir cualquier accidente. Traspasó el amplio portal saliendo a la calle y se dirigió con la cartera de cuero en la mano hacía el Metro cuya boca estaba en la plaza, a unos doscientos metros de su casa. Tenía que cruzar una calle pero no circulaban muchos automóviles por entonces.

Una vez en la boca del Metro descendió hasta el vestíbulo donde estaban las taquillas y presentó  a la empleada el billete para que se lo picara. Bajó las escaleras hasta el andén y al cabo de poco tiempo apareció un convoy con tres vagones. Las puertas se abrieron y el niño con mucho cuidado saltó dentro, había bastante espacio entre el vagón y la plataforma del andén ya que la estación estaba en curva.

El vagón no estaba muy lleno ya que a las tres de la tarde en aquellos tiempos había muy poco movimiento. Se colocó la cartera entre las piernas y se agarró fuerte a la barra vertical para no caerse. Sabía que tenía que apearse en la segunda estación, Callao. Estaba realmente emocionado al ver de lo que era capaz y le pesaba la responsabilidad de hacerlo todo bien para que no hubiera problemas y al día siguiente le volvieran a dejar ir sólo.

El tren por fin llegó a Callao y el niño, después de esperar a que las puertas se abrieran, se apeó, subió las escaleras y llegó a la calle, era la Gran Vía. Nada más salir, a la derecha, pegado a la pared, recién sobrepasada la entrada al cine Avenida, estaba, como todos los días, el señor que hacía bailar a un muñequito de papel con piernas y brazos de goma al ritmo de lo que cantaba. Era milagroso, ¿cómo podía un muñequito bailar sólo?  Pero el caso es que el señor los vendía envueltos en una bolsa de papel y a un precio de dos cincuenta, todo un capital que el niño no tenía y que tampoco se había atrevido a pedir nunca a su papá. Pasó de largo, no podía pararse a mirar y que le sucediera algo o que no llegara a tiempo al cole. En las enormes carteleras del cine Palacio de la Música se veía la cara y un plano largo de Charlton Heston vestido del Cid Campeador y blandiendo una enorme espada. En otra cartelera más pequeña se veía a Sofía Loren completamente vestida de negro, vestida de doña Jimena. Tampoco se paró, estaba harto de verlas.

Llegó al paso de peatones que había justo enfrente del cine Imperial y esperó hasta que el semáforo se pusiera verde. Atravesó la calzada con mucho cuidado y siguió por la cera de enfrente hasta llegar a la esquina de Gran Vía con la calle del Barco, donde estaban los almacenes Sepu, allí giró a la izquierda. Ya quedaba poco para llegar, todo estaba transcurriendo bien, lo que le tranquilizaba.

El paso por la calle del Barco hasta llegar al colegio transcurrió tranquilamente, era una zona tranquila, una calle de barrio. Eso sí, el niño paró unos instantes en el puesto de chuches para comprarse el regaliz y disfrutarlo mientras entraba en clase, pensando en lo bien que había hecho todo y lo bien que le había salido.

Desde la esquina de la calle Puebla un hombre observaba cómo su hijo compraba el regaliz, lo mismo que había observado todo el viaje del niño con mucho cuidado de no ser visto. Ahora ya podía ir tranquilo al trabajo.

Al día siguiente todo sería igual, excepto que el padre no seguiría a su hijo.

Ese mismo hombre, hoy, muchos años después, no es capaz de reconocer a su hijo que ya no es un niño. Una enfermedad despiadada se lo impide.

3 de Marzo de 2011

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021