¡Qué gran putada!, permitidme la expresión.
Todo empezó con un cambio de carácter. Sí, un cambio a bien,
era más dulce, más cariñoso, más alegre, más risueño, más positivo, menos
gruñón, menos inquisitivo, más tolerante. Este cambio fue acompañado de
perdidas progresivas de memoria. Sobre acontecimientos cercanos en el tiempo,
como por ejemplo tener que hacer un esfuerzo por recordar donde había estado
ayer por la mañana.
La situación duró poco tiempo, hasta que la pérdida de la
razón hizo que paulatina e incrementalmente fuera desconociendo a las personas
más cercanas: a los familiares, a los amigos y a los vecinos. También a no
reconocer las situaciones, primero las más complejas y luego las más
cotidianas. Finalmente llegó a un punto en el que vive en un mundo que no
existe, o al menos eso es lo que parece. No tiene ningún recuerdo perdurable,
salvo quién es su pareja, ella, a veces hermana, a veces esposa, a veces novia
y también recuerda donde pasó su infancia, en qué ciudad, en qué calle y en qué
casa.
Cuando está más lúcido le cuesta hablar, expresarse. Y si
consigue hacerlo, lo hace a través de
frases sin mucho sentido, con conceptos inconexos, en la mayoría de las
ocasiones con palabras erróneas, se le están olvidando, está olvidando el
lenguaje.
Fue un recorrido de pocos años. Desde el primer síntoma, que
fue la dulcificación de su carácter, hasta el momento actual quizás hayan
transcurrido diez años. Es muy difícil determinar cuándo comenzó todo, porque
entonces nadie pensaba en la enfermedad, solo existía un afán de disfrutar de
su optimismo, de su tolerancia, de su nuevo carácter, abrazarle, tocarle,
besarle, reír junto a él y con él, una persona, hasta entonces, con un carácter
serio, distante, huraño y agrio.
Su carácter se volvió de una cordialidad desconocida hasta
entonces. Se cruzaba en el portal de la casa con un vecino que conocía desde
hacía treinta años y devolvía su saludo amablemente y con simpatía. “Yo estoy
bien ¿y tu? ¿cómo va la familia?" Una vez en la calle su hijo le
preguntaba,"¿sabes quién es papá?" y él respondía "no, no lo sé,
pero es muy amable y ¿cómo no voy a responderle si él me conoce y me saluda tan
atentamente?". Había perdido gran cantidad de memoria pero aun razonaba.
Durante el camino de esta jodida enfermedad, en una etapa
más avanzada, en la que ya no reconocía a muchas personas, por ejemplo a un
buen amigo o incluso a su hijo, su trato dependía del momento. Su
comportamiento venía determinado por su estado de ánimo o por el argumento de
la alucinación que estaba viviendo.
Si su estado de ánimo era sereno y alegre, su comportamiento
dependía del del otro, del que se acercaba a él, si era cariñoso, o alegre, la
respuesta era siempre positiva, le decía que qué buena persona era y que le
quería mucho.
Si su estado de ánimo estaba en el punto depresivo, había
que tener mucho cuidado porque cualquier cosa le podía alterar y hacer cundir
en él el nerviosismo y la hiperactividad, incluso el pánico, o también la más
absoluta de las pasividades.
En un estado de hiperactividad, la única forma de frenarle
hubiera sido atarle a una silla y ponerle un esparadrapo en la boca. En un
estado de pasividad no había forma de moverle, era capaz de multiplicar su peso
por treinta si estaba sentado ó de sentarse si no lo estuviera, aunque fuera en
el suelo. Sólo ella era capaz de moverle, hablándole suavemente, con mucho
cariño y, sobre todo mucha paciencia.
Cuando se encontraba en un estado de miedo o de fuerte
recelo, su rostro se volvía serio, duro, sombrío, despiadado. La persona que en
ese momento se acercara a él podría encontrarse con una gran violencia verbal y
gestual o incluso física si el contacto llegaba a ser continuado.
Era un anciano de noventa años, pero si la alucinación que
estaba viviendo era sobre alguien que le acechaba, salía a relucir su instinto
de supervivencia, como un animalito, y se defendía como fuera. Quizás, en su
demencia, su vida o, cuanto menos, su integridad física dependieran de ello.
Ochenta años le costó llegar a la culminación de su vida y
en tan sólo otros diez volvió hasta una infancia.
No controlaba bien los esfínteres, ni el anal ni el uretral,
a veces sí y a veces no. No comía solo, porque aun sujetaba el tenedor pero no
tenía continuidad y podría tardar tres horas en hacer una comida normal. A
veces tenía problemas para tragar las medicinas, le quedaban encima de la
lengua atascadas y no sabía qué hacer para tragarlas. Muchas de las cosas que
se le decían, si tenían una pequeña complejidad y no eran cotidianas, no las
entendía. Por supuesto era incapaz de mantener una conversación. Había perdido
todo su nivel de atención, como los niños muy pequeños. Era caprichoso no tenía
capacidad de esforzarse por hacer las cosas necesarias, solo quería ejercer su
voluntad guiada por sus necesidades básicas.
La incógnita ahora era saber cuánto tiempo le quedaba para
recorrer el camino restante, ese camino reverso, hacia atrás, hacia la
inexistencia.
11 de Noviembre de 2011
© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021
Mi padre falleció el
diez de febrero de 2013 después de un declive lento, muy lento, mental y
físico.