Es domingo, es Madrid, es otoño, llueve.
Estamos en el centro, calle Fuencarral, son las trece treinta, llueve, quizás no demasiado.
Acabamos de salir del metro, Tribunal, llueve. Por las escaleras mecánicas hemos tropezado varias veces con los grandes trolleys que arrastran algunos, muchos de ellos guiris, que las colocan a la derecha, delante de ellos, pero como son, en muchos casos, bastante anchas, cierran el paso a los que subimos adelantando por la izquierda.
El suelo esta mojado, el tiempo es fresco, llueve y el color predominante en la calle es el gris.
Cuando llueve cambian los sonidos que se escuchan en las calles, me siento como dentro de una campana de cristal (o eso creo, porque nunca he estado dentro de una), los sonidos llegan como amortiguados, como el ruido de mis pies al caminar ó el que se produce cuando abro mi paraguas, o el del taxi que pasa apartando el agua con sus neumáticos. Los ruidos más lejanos casi ni los escucho.
Las tiendas, muchas de ellas, están abiertas, aunque es domingo, qué diferentes se ven hoy de cuando paseaba por esta misma calle la pasada primavera en un brillante día soleado. Hoy llueve y todo es gris, en sus diferentes tonalidades salvo el rojo se ve de color granate.
La lluvia no es fuerte, y las gotas son pequeñas y caen muy juntas, a eso en Madrid le llamamos calabobos, son gotas finas y su densidad es baja. Si no fuera por mi absurdo problema no haría falta ni que llevara el paraguas abierto, eso sí, me alegro infinito de haberme puesto los zapatos de lluvia, de piel fuerte y engrasada y gruesa suela de goma.
Voy a comer con mis amigos y eso ya, sólo eso, es una buena noticia. Estoy lleno de una amplia, serena, placida alegría. Llueve. De repente, en la calle del restaurante se oye un suave ruido, un shhhshhhshhhh, es un coche que viene hacia nosotros levantando el agua de los múltiples charcos que hay en la calzada y salpicando con esa agua sucia las aceras. Está como a unos cuarenta metros de nosotros. Peligro. La acera es estrecha y no tenemos donde guarecernos, nos va a poner perdidos a su paso. El automóvil reduce velocidad, pero no suficiente, salpica menos pero sigue manchando la acera. Por fin, el tiempo no puede detenerse y pasa a nuestro lado, no nos mancha, justo por donde nos encontrábamos no había charco. Salvados.
Cierro el paraguas, entramos en el restaurante y nos encontramos con el suave calor de la amistad.
Un bonito día.
Llueve.
© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021
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