Sentía algo especial, posiblemente algo más que amistad, muy
probablemente, incluso algo distinto.
Su carácter vehemente y su certeza de que la vida es una
sucesión de saltos de trampolín contribuyeron decisivamente, de nuevo, a que
otra vez se lanzara al vacío, como siempre, sin cerciorarse de la profundidad
del charco. Sólo que esta vez los motivos eran muy distintos.
Mientras estaba en el aire notó como si alguien advirtiera:
- ¡Cuidado!
¡Profundidad treinta centímetros!
Pero mientras caía pensó que alguien podría profundizarlo, ó
que podrían llegar repentinamente lluvias torrenciales, o que alguien pusiera
una enorme colchoneta, o... . Lo que estaba claro es que había tomado la
decisión de saltar y estaba cayendo, eso era imposible de revertir.
El que se estrellara contra la tierra húmeda o que
disfrutara de un simple y agradable zambullido era ahora algo ajeno, un
problema de tiempo y de la voluntad de otro (de otro ser humano).
Otra vez, de nuevo, su futuro estaba en poder de la decisión
de alguien, de lo que otra persona hiciera.
Era el riesgo inherente a la vida. Si sólo hubiera deseado
estar, nunca lo hubiera hecho. Pero necesitaba ser y tener.
Vivir es esto, una vida siempre plana no tiene sentido, se
repetía mientras caía.
Merecía la pena, mientras se precipitaba sentía la vida como
hacía mucho tiempo que no la sentía. Su piel estaba de nuevo fresca y suave,
tenía otra vez ese optimismo natural y refrescante de todas las mañanas, su
ánimo estaba de nuevo desbordante, una alegría natural iluminaba su cara, sus
sentidos se habían desaletargado y respondían atenta y rápidamente a cualquier
estímulo.
Sentía todo eso mientras estaba cayendo, en el vacío, y si
al final, además, no se estrellaba, sería increíble.
Si se estrellaba no sería decisivo, sólo muy doloroso.
© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021
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