jueves, 21 de marzo de 2019

AROMAS

 

Hora del aperitivo, un gran bullicio en la taberna, Emilio El Maño acaba de ponerme un mínimo vaso de (muy poco) vermut con (mucho) sifón, me encanta el olor.

¾     Maño, ¡pon una banderilla al niño!

El vermut me lo tomo porque si no lo hago no hay pincho, ese es mi secreto. Emilio, un tipo elegante de pelo pegado con brillantina y camisa blanca increíblemente blanca, con corbata a juego con su franca sonrisa, coge de una fuente, que en ese momento yo no alcanzo a ver, un palillo en el que hay pinchado en este orden: un berberecho, una aceituna y un trocito de pimiento rojo. ¡Qué olores! La sonrisa del Maño es tan elegante como él.

Loli y Alfonso hablan con Lola a gritos y entre risas. Mientras, Ana Mari, mi amiga del alma, me mira con un gesto típico suyo, con su sonrisa tierna y bonachona. Está muy contenta. Yo también.

Subí las escaleras no precisamente despacio, ¿cómo estaría la casa? En 2004 quedó muy bonita, su trabajo me costó y su buen dinero les costó a mis padres. Mi madre había dicho que esa casa vacía no servía para nada, que había que arreglarla un poco y alquilarla, había que haberlo hecho ya en 1984.

¿Es posible que una madera con tantos años y tan desgastada tenga el mismo olor que hace cincuenta y cinco? ¿Ayudará la legía de tantos miles de fregados? Esos aromas de una vida tan distinta, tan pasada... Fue un instante olfativo mientras sonaba el chirriar de los peldaños bajo mis pies.

En cuanto tuve un rato hice cuentas, en aquellos momentos estaba enamorado del excel, casillas que se rellenan con números que después se manejan a tu antojo consiguiendo conclusiones impensadas cuando comienzas y que, si así lo deseas, pueden ser tan falsas como los mundos paralelos. Mi conclusión fue que la inversión de mis padres se podría amortizar en, como mucho, seis años. Se lo dije a mi madre para ayudarla a animar a mi padre, a ella no le hacía falta. Mi cometido sería controlar la obra y el presupuesto.

El tiempo pasó y ahora el dueño de esa casa era yo. Me sentí solo. Siempre me pregunté cómo sería tener hermanos y siempre, desde que olía y luego me zampaba las banderillas, me pareció lo mismo: que nunca lo sabría. Como todo en la vida tendría sus partes favorables y desfavorables. Qué más da. Las cosas son como son y así debemos vivirlas. Nunca mis pensamientos sobre aquello duraron más de treinta segundos, salvo los días posteriores a la muerte de mi madre.

Con esa sensación de soledad llegué al tercer piso, curioso, allí estaba parado el ascensor, abrí sus puertas, necesitaba olerlo. Igual. ¿Fruta, puerros y aceite de engrasar?

Volví a cerrar el ascensor y al girarme me encontré ante esa puerta con mirilla circular que siempre me recordó, con acierto, una caja abierta de quesitos de El Caserío. Ahí noté una sensación interior a la altura del corazón, quizás un poco más abajo, una palpitación un poco más rápida y fuerte de lo normal.

Desde el balcón de la habitación de mi abuela veo la calle Argumosa, es otoño, me encanta ese balcón con geranios colgados a ambos lados de la barandilla. Salgo fuera. Como muchos otros días de buen tiempo me paso muchos minutos allí con una libreta negra en una mano y un lápiz en la otra. Pinto un palote más en la línea de los Seat 600. Después pasan cuatro motocarros seguidos. Al cabo de otro rato invento el palote  cruzado al divisar a lo lejos el quinto motocarro. Otras veces no anoto las marcas y modelo, sino los colores de los coches. Finalmente cierro el recuento y pongo la fecha. Mi afición posterior por los números viene de ahí.

No consigo recordar si ganaron los 600, los motocarros, los camiones o las DKV. Qué putada el binomio memoria-tiempo.

Noté el peso de la puerta al abrirla. El suelo de parquet de la entrada estaba bastante bien. En 2002, cuando comenzó la obra, no se ponía tarima flotante, la heroína hacía no demasiado tiempo que había abandonado la Plaza de Lavapiés y el barrio, lleno de inmigrantes y viejos, comenzaba a ser colonizado por gente joven y alternativa.

Mi amigo Pepito, ahora José Luis, el Sele para mi, ha venido a casa y soy feliz, muchas veces me ha comentado que él también lo era. A petición suya voy a la habitación del fondo, la que da a la calle Salitre, y vuelvo con una caja de cartón grande. Pepito se coloca en un extremo del pasillo y yo en el otro. El suelo no es de madera, está frio y nosotros llevamos pantalón corto. Cada uno colocamos nuestros castillos de corcho, pero es a él al que le ha tocado comenzar a disparar las balas rojas de madera desde el cañón enorme también de madera. Mete la bala, tira de la bola que hay en un extremo comprimiendo el muelle interno del cañón y cuando está a punto de soltarla yo me aparto para que no me dé.

Avancé por el pasillo, ese olor no era el mío. Eran los olores de otra gente de muchos días, de, imagino, buenos, malos y regulares momentos. De gente joven, más que yo, que decidió vivir en ese ruidoso barrio sin importarles no tener aire acondicionado, sin molestarles el ruido que sube de las terrazas en verano, con los balcones abiertos para poder respirar un poco. Otro tipo de vida, del siglo veintiuno.

Estoy en la cama, mis padres, mi tía y mi abuela deben estar dormidos. Mi ventana está abierta, no hace frío y es posible que en realidad haga bastante calor.

En el silencio de la noche oigo golpes lejanos del palo del Sereno y las voces de Gloria, Aurea y Vicenta. Salvo alguna broma, o alguna discusión, hablan en voz muy baja. Debe ser tarde, no sé lo que dicen, aunque si lo intentara creo que podría descubrir muchas cosas, pero no, es como una música de fondo para mí. Están sentadas en sillas de madera a la derecha del portal, delante de la puerta cerrada de la frutería, o no, quizás la parte derecha el cierre esté medio subido para que vuelvan a casa las dos primeras, Vicenta volverá a la portería por el portal. Yo no me enteraré de nada porque estaré dormido.  

Avancé por el pasillo y llegué a la zona noble, las dos habitaciones del chaflán. La de la izquierda la han usado como dormitorio, al igual que mis padres, se notaba perfectamente, habían dejado un antiguo mueble destartalado de Ikea. La de la derecha, tenía las paredes un poco más manchadas, la usaron como comedor y cuarto de estar. Habría que pintar, bueno, imagino que cuando se van los inquilinos de una casa siempre hay que pintar. Fueron buena gente, bastantes, siempre treintañeros, de la primera mitad de la treintena. Unos se iban y otros venían y cambiábamos el contrato incluyendo un nuevo anexo. Siempre quedó Marta, era como si se mantuviera de guardia para no perder el castillo.

Mi madre me da siete cincuenta y bajo las escaleras de madera corriendo, saltando escalones de dos en dos, cruzo la calle y me meto en la heladería (luego se llamó Royne). Huele a vainilla pero a  mí me gusta la nata, sin embargo la solución de compromiso en casa son los "tres sabores" y de eso es lo que pido una barra, y no se me olvida pedir los barquillos. Si no se les pide siempre se les "olvida". Dejo el olor a vainilla y vuelvo a casa sin las siete cincuenta pero con el postre dominical de mantecado de nata, chocolate y vainilla. ¿Qué pensará mi padre? Pero… eso lo pienso ahora.

Salí a la balconada del chaflán, que compartían el dormitorio de mis padres y el comedor de los sillones de orejas, de las comidas de domingo, del mueble bar con anís, coñac, ron Negrita, Tío Pepe y vermut, de los cajones donde mi madre escondía el chocolate y a mí me daba igual porque siempre lo encontraba, de las noches de Nochebuena y Nochevieja, con mucha gente, muchos vecinos, mucho turrón, mucha alegría.

Y me fijé que enfrente, en la esquina de Argumosa con Salitre, ya no estaba la Casa de Comidas Económicas Soidemersol, no me había dado cuenta hasta entonces, el local estaba pero ya no se llamaba así, ahora tenía un nombre del siglo veintiuno mientras mis olores eran del siglo veinte.   


(21 de Marzo de 2019)

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019




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