martes, 5 de octubre de 2021

Mi amigo Manolo

 


Alto, delgado, desgarbado, siempre se sentaba a mi lado en clase, en esas aulas escalonadas y viejas de la Escuela de Industriales. Fuera la asignatura que fuera sacaba su taquito de DIN A4 y con los dedos perfectos de su mano derecha dibujaba esos pensamientos fantásticos que se le escapaban directamente hacia la punta del portaminas: duendes, monstruos, hadas bellísimas, dragones de largas colas y alas extendidas. Su postura chepuda con la cabeza fija sobre la estrecha mesa y su gesto concentrado y serio hacía que ningún profesor dudara de lo que en realidad no estaba haciendo. La única diferencia es que nunca levantaba la cabeza. Luego en la cafetería me pedía los apuntes y me dejaba elegir entre todas las hojas que había llenado de dibujos. Yo conseguí una perfecta colección de monstruos y hadas y ambos conseguimos con mucho esfuerzo en los meses finales y algo de suerte aprobar al completo el cuarto año de carrera.


6 de Octubre de 2021

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2022

lunes, 21 de junio de 2021

Soledad

 

Está solo, se siente solo, pero cree que no es verdad, que no lo está, pero se siente mal porque piensa que no tiene mucho a lo que agarrarse. Las tres personas que desaparecieron hace unos años hicieron que nunca tuviera esa sensación, con tanta profundidad, hasta ese momento. Pero a la vez que piensa eso, o justo el instante después, piensa también que no es cierto del todo y que no está siendo justo, que se está auto victimizando. ¡Qué complejos son los sentimientos y sus pensamientos generadores!

La soledad es algo que a veces busca y ha buscado, quizás sea a consecuencia de ello, quizás que de tanto intentar desaparecer a veces lo consiga. Porque cuando se está solo en la soledad buscada y conseguida, está desaparecido del mundo y de las personas, aunque el mundo y las personas sigan pensando en él. ¿No es justo que las circunstancias puedan desarrollarse al revés?

Piensa, sí, que es bastante humano pensar que él, como individuo, tiene que ser lo más importante para el reducido número de personas a las que íntimamente ama. Y ese pensamiento es generador de frustraciones y equívocos mentales, y emocionales, ya no solo injustos, sino generadores de falso sufrimiento.

Pero existe algo que considera absolutamente necesario no olvidar, por ejemplo la generosidad, y el cariño y ¿por qué no? la razón y los recuerdos. Ah y el ejercicio de ponerse en lugar de los demás.

Se siente solo, pero no lo está.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021

miércoles, 9 de junio de 2021

Elongación.

  

Salto, salto, salto, cada vez más alto, decía quizás hace unos años. 

Era mi sueño, pero ya no, ahora tomo la luna entre mis manos. 

Y me pregunto, ¿era para tanto?

 02/06/2021


© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021


domingo, 23 de mayo de 2021

HE LIMPIADO TODO, NO HE DEJADO NADA.

 

Tenía el cuerpo dolorido y mucha sed, soñaba con un jergón, necesitaba descansar. Amanecería en un par de horas.

- ¿Qué hacemos? ¿Continuamos?

Andrés hubiera dicho que sí, lo dijo, seguiríamos cabalgando, ¡Seguro! Pero esa respuesta salió solo de mis recuerdos, no de su voz.

Me llamo Curro. El sol ya no está, acaba de desaparecer por detrás del perfil azul rojizo de la serranía, comienza a hacer frío. El silencio es casi total, solo se escucha el eco de los cascos de mi caballo. Otra noche sin dormir pero cuando amanezca veré el mar.

Noto que me siento mal, extraño, triste, solo, decepcionado. Tengo cien años. Nunca pensé que podría pasar, aunque era lo normal. Andrés, siempre fuerte y seguro, con el don de saber ceder, haciendo planes continuamente, siempre alegre y generoso, siempre junto a mí, desde que nací. Cuanto le extraño.

Nos habituamos a nuestra vida, fácil aunque peligrosa, nos parecía normal cuando no lo era: ¿Quiero algo?, lo tomo, ¿necesito dinero?, lo cojo, siempre quitando algo a alguien y habitualmente con violencia. ¿Y para qué? Para qué, para qué. Para no dejarnos la vida en el campo con los animales, pasando frío y calor, hambre y penas, miserablemente. Para huir de la miseria creada por una tierra pobre hasta lo increíble, que no da absolutamente nada. Así comenzó todo, asaltos fugaces y retiradas aún más. Hacia nuestra casa, hacia la serranía. Viajes de diversión a la ciudad, donde no te conocen y puedes hacer lo que quieras, vino, juego, mujeres, buena comida.

Seguí cabalgando hasta que se hizo de día. No entiendo por qué no sentía frío, lo hacía, la noche es silencio y frío, y oscuridad, y dolor. Recordaba las últimas horas. Lo limpié todo, no quedó ni rastro de la sangre de Andrés. Y me lo llevé todo, lo saqué fuera, lo arrastré hasta el risco y lo quemé todo salvo cuatro o cinco recuerdos que llevo conmigo. La casa quedó como cuando murió madre, un camastro, su cómoda, la mesa y las sillas ajadas del comedor y el aparador carcomido. Como si Andrés y yo nunca hubiéramos vivido allí, como si madre pudiera sentirse de nuevo orgullosa de nosotros. Él yace a la izquierda de su tumba, lo enterré y punto, sin ninguna señal que lo indentifique. Y me fui, para siempre.

Noto la humedad del mar, cada vez estoy más cerca. No sé qué voy a hacer ni cómo voy a empezar, sin él, sin mi amigo, sin mi hermano. 

Recuerdo esas tardes de juegos, después de guardar el ganado, cansados tras un largo día de trabajo, hartos de sol o de frío o de lluvia, esperando las gachas de madre. Bajábamos corriendo al río, necesitábamos diversión, más bien libertad, pienso, cogíamos ranas mientras poco a poco se iba la luz del sol, riendo y saltando de piedra en piedra, como siempre… Ahora pienso que era una vida buena: trabajo duro y sencilla diversión. 

Cómo le echo de menos y como me duele. Pero a mí no me pasará, se  lo debo, me lo debo, se lo debo a madre también. 

No me lo esperaba, no nos lo esperábamos. 

- Viene alguien.
- Un muchacho con un asno.
- ¿Qué querrá?
- Voy a salir.
- Con cuidado Andrés, no salgas desarmado.
- No tendrá más de 15 años…

Volví a lo mío. Enseguida escuché el estruendo, un disparo. Salté hacia la puerta y ahí, a cinco metros, estaba el niño. El revólver humeaba en su mano y el cuerpo de mi hermano estaba inmóvil, retorcido en el suelo, con una gran mancha de sangre bajo la cabeza. Me acerqué, me arrodillé y le volteé. Tenía la cara desfigurada, el impacto le había dado entre los ojos. 

- Arruinasteis a mi familia, nos quedamos sin nada.

Le miré con extrañeza, mi única preocupación era Andrés. Bajé la mirada y cogí a mi hermano por los hombros apoyando su cabeza sobre mi pecho, movía su cara con mi mano obsesivamente.

- Mi madre murió hace veinte días. A mi padre lo acabo de enterrar. ¡Alimañas!

Levanté la cabeza, el muchacho me apuntaba con su arma descargada que ya no servía para nada. Tenía los ojos extraordinariamente abiertos y no paraba de gritar con rabia, desesperadamente. De repente me tiró la pistola a la cabeza y salió corriendo cuesta abajo, el asno detrás de él. 

Me perdí, no sé qué pasó ni durante cuánto tiempo, solo recuerdo cuando mis ojos volvieron a mirar y mi cerebro visualizó que nunca más volvería a escuchar la voz de mi hermano ni ver su sonrisa.

Ahora estoy frente al mar y pienso que hay otros sitios a los que ir, porque hay barcos que cruzan el océano. 

Eso me da esperanza.


 

 

 

(23 de Mayo de 2021)

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021


domingo, 28 de marzo de 2021

Tránsito.

 


Voy bordeando el gris, con marcha insegura, sobre el negro del abismo, en esa especie de horizonte se van y diluyen imágenes que representan mis aciertos, mis dudas, mis momentos luminosos y también los oscuros y los atormentadamente oscuros y los esplendorosamente bonitos, y mi pie cede y resbalo y caigo lentamente al negro, pero al caer, ese es el milagro y mi asidero, miro hacia arriba por inercia y todo es blanco y gris muy claro con tonos amarillos luminosos.

Madre, cuanto amor siento, noto como me coges en tus brazos, me cuidas, me arropas, me proteges, noto la energía que irradias y que me sustenta. No siento mis piernas, ni mis brazos, cada vez noto menos mi cuerpo, pero soy de esa energía que pienso que sale de ti, aunque no lo sé con certeza, y que me dirige a saber, a conocer.

He dejado de caer, vuelvo al gris, al borde por el que me deslizo, arriba la luz, abajo el negro oscuro, pero... un punto blanco brilla en la oscuridad, muy pequeño. Y vuelvo a imaginar, ¿es esa la palabra?, números, ruidos, pantallas, voces que no distingo lo que dicen, siento de nuevo dolor y mis recuerdos, y quiero abrazar pero no puedo y quiero hablar, consolarles, dar motivos y razones, pero no puedo, me concentro e intento proyectarlos al vacio, y noto pitidos cada vez más fuertes y frecuentes a los que siguen más voces, gritos, movimiento y vuelvo a resbalar a derretirme hacia el oscuro, el negro cuyo lunar blanco va creciendo muy despacio. Ya no me consuela el blanco impoluto sobre mí. La caída es dulce.

Paz, eres mi objetivo, mi meta, todo lo que deseo. Pero siento, sigo sintiendo, no mis dedos, ni mi cuello, ni mi boca, pero siento esperanza, armonía, felicidad, libertad, sosiego, satisfacción, alegría, soy un rayo de luz, pura energía y en ese momento, el pequeño agujero blanco se ha hecho TODO, porque lo he atravesado a gran velocidad, soy un destello. Por fin estoy muerto y ahora lo entiendo todo.




© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021

miércoles, 10 de marzo de 2021

El caserío

 



Conducía relajado escuchando la final de la Copa del Generalísimo, a priori un gran partido, el Real ya casi tenía ganada la liga pero el Atlético quería precisamente ese trofeo para salvar la temporada. El cielo lucía azul y por la ventanilla bajada entraba un especial aroma a césped húmedo. El fin de semana en Bilbao había sido familiar y agradable, su tíos y sus primos se habían encargado de no dejarle ni un momento solo, ni un instante para pensar, no habían parado de llevarle de un sitio a otro, allí ya se sabe, que si unos chiquitos aquí, que si vamos al puerto de Plencia a por unos chipis, a comer unos txitxarros a Santurce, que si ahora unas copas al Tony's, pero no volváis muy tarde que mañana hay que madrugar para el mercado, y los tres con una buena torrija a las cinco de la mañana por la playa de Ereaga… Todo se acaba y en unas pocas horas estaría de nuevo en Madrid.

 Pero no, las cosas sucedieron de otra forma y de repente no sabía ni cómo había acabado el partido, ni en qué punto del Vizcaya se encontraba. La creciente oscuridad casi no le dejaba ver su utilitario. Después de una curva cerrada, una de tantas, todo se había apagado, el motor, la radio, las luces y pisando el freno el coche se paró a un lado de la estrecha carretera secundaria, en uno de los ensanches preparados para que puedan cruzarse dos vehículos. Hubiera sido mejor estar en el atasco rodeado de coches, por allí no pasaba nadie, así que después de esperar inútilmente casi tres cuartos de hora se dirigió hacia unas luces que se veían a la derecha monte arriba, seguro que en el caserío le ayudarían. Y en eso estaba, después de bajar una vertiente hacia un pequeño arroyo y subir la vertiente contraria, había encontrado un camino estrecho que aparentemente conducía al caserío.

 Llegar al sendero, entre los robles rodeados de rocas y helechos, había supuesto una considerable mejora en su marcha hacia las luces. Era muy probable que en el caserío no hubiera teléfono pero siempre podría encontrar ayuda para evacuar el coche y de alguna forma poder llegar a Madrid.

 Al fin, esa soledad que le había atormentado las últimas semanas no era tan detestable, allí estaba, él, solo, responsable y víctima de todo lo que sucedía. Con Cris todo habría sido distinto y ahora estaría en el atasco de la Nacional I, seguramente discutiendo y ofuscado, pero rodeado de gente que le podría ayudar.

 Al llegar a la pequeña explanada vio que la luz era un foco de latón encima de la puerta y bajo una balconada que cubría toda la fachada de la casa. No se oía nada. Un viejo Citroën 2 Caballos gris con una puerta de color negro estaba entre dos abetos a la izquierda de un amplio camino de tierra. Se acercó a una de las ventanas delanteras y no vio nada ya que estaban echadas las contraventanas, la otra igual. Bordeó la casa y en la parte de atrás vio unos muebles de cocina a través de una ventana abierta. No vio a nadie. Terminó de bordear la casa y se acercó al automóvil, la puerta del copiloto estaba pintada de negro y había dos bolsas sobre el asiento trasero.

  • ¿Qué haces aquí?

 Era una voz potente, bien modulada y bien dirigida, que pronunciaba con mucha claridad las palabras, no parecía de hombre. Estaba como a unos diez metros y su silueta era delgada, la falta de luz le impedía ver su rostro.

Le explicó la avería del coche y su salida en busca de ayuda siguiendo la luz.

  • ¿Estás solo? ¿Dónde has dejado tu coche? ¿No has visto a nadie por el camino?

 La mujer se mantuvo inmóvil y el interrogatorio siguió durante unos minutos hasta que acercándose a la puerta hizo un gesto de que la siguiera. Tenía el pelo oscuro y corto, era delgada, fuerte y fibrosa. Se paró a un lado de la puerta dejándole paso.

 Una sala bastante grande ocupaba casi todo el espacio de la planta baja con la cocina al fondo y una chimenea en la pared de la derecha. Jorge preguntó por el baño para asearse un poco y orinar. Mientras se secaba las manos oyó como, desde el otro lado de la puerta, la mujer le decía que cuando terminara  se pusiera cómodo en el sofá mientras ella se acercaba a llevar las vacas al establo, pronto estaría de vuelta.

 En la gran sala, además del sofá, había una gran mesa rodeada de sillas de pino, todo en estilo castellano, un gran aparador por encima del que había un espejo ovalado colgado en la pared, también había una mesa desvencijada y sobre ella un televisor con una antena de cuernos. Eso era todo, no vio ningún teléfono.

 La chica no volvía y decidió salir a tomar un poco el aire pero no consiguió abrir la puerta, estaba como atascada. Estuvo inspeccionando por la planta baja y no había ninguna otra puerta de salida a no ser que estuviera en la habitación de enfrente del cuarto de baño, pero no pudo entrar en ella porque la puerta estaba cerrada con llave.

Así que volvió al sofá, se tumbó y al cabo de un rato se quedó dormido. 

La misma potente voz de antes le despertó.

  • Despierta chaval, ¿tienes hambre?

 La chica estaba depositando encima de la mesa las bolsas que había visto en el 2 Caballos.

  • Si, pero lo primero que necesito es arreglar el asunto del coche y volver a Madrid.
  • Pues para eso hay que esperar a mañana, te acercaré a Durango que allí hay taller, grúa, teléfono y hostal. Ahora nos vamos a cenar una tortilla y luego puedes dormir en el sofá. ¿Cómo te llamas?
  • Jorge, ¿Y tú?
  • Aintza.

 Esta vez fue la luz del día lo que le despertó. Tenía una sensación muy agradable. Había pasado una buena velada con una mujer muy atractiva que lo mismo le hablaba de cocina, que de los árboles del bosque, las ardillas o del Athletic de Bilbao. Estuvieron charlando de banalidades  mientras acabaron casi dos botellas de txakolí. Le encantó su sonrisa y su forma franca y directa de decir las cosas. Él también le contó su historia reciente, su nuevo esquema de inseguridades, sus madrugadas de insomnio y su plan para intentar olvidar y volver a ser el de antes. Aintza le dijo que como mejor se vivía era sin ataduras de ningún tipo y que no había que olvidar, que las lecciones de la vida había que asimilarlas, se puso bastante seria, pero rápidamente cambió de conversación planteando un duelo de chistes. El txakolí había hecho su efecto. A eso de las tres de la madrugada Aintza abrazó a Jorge, le dio un beso muy cerca de los labios y le deseo buenas noches antes de subir hacia la habitación de arriba.

  •  ¡Aúpa! Ponte los pantalones, venga, vamos que te llevo a Durango.

 Era viernes, todo estaba en orden, la avería del coche se había solucionado el mismo lunes y Jorge estaba en Madrid. Durante esa semana había pensado con frecuencia en esa atractiva mujer a la que le gustaría conocer un poco más. Entró a desayunar al bar de enfrente y en la televisión estaban dando la noticia de que la policía había liberado al empresario vasco que habían secuestrado, había pasado doce días en un zulo cerca de un caserío en el campo cerca de Durango y sus captores, dos hombres y una mujer, habían sido abatidos cuando intentaban huir en un Citroën 2 Caballos color gris. Los tres estaban muertos. La imagen mostraba un coche gris con una puerta de color negro.


10 de Marzo de 2021

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021


domingo, 8 de marzo de 2020

CAMPO DE MUERTE.

 

Muy pronto amanecería. Avanzaba por el bosque atravesando una niebla espesa, la humedad penetraba por sus fosas nasales, la sentía en la piel. Iba casi a ciegas con los ojos muy abiertos, siguiendo a una sombra que caminaba delante de él, intentando fijar su vista en ella. Tenía que concentrarse en el ruido, en los sonidos de las pisadas de los otros, en las suyas, en los silbidos de las flechas, en las ramas al romperse en el silencio. Y sentía frío en los pies mojados, en los brazos, en la barriga, en el pecho, pero sobre todo sentía indefensión y mucho miedo. Llevaba el hacha bien sujeta con ambas manos, la apretaba con fuerza mientras mantenía el filo herrumbroso hacia abajo, le dolían los antebrazos de la tensión, pero sabía que la necesitaba, que no podía prescindir de ella.

 También intuía que al otro lado les estaban esperando. Lo sabía.

 Oía las flechas alcanzando sus destinos, un sonido plano y corto, y chillidos, y llantos, y llantos que eran chillidos. Pero seguía avanzando, en trance, sin saber qué fuerzas le empujaban. Escuchaba mil bocas aullando, augurando crueldad y muerte, deseaba que fuera muy lejos. ¿Hombres o bestias?, serían fuertes, y crueles, mucho más que él. Deseaba dar la vuelta y salir corriendo, y no parar, pero ya estaba advertido: eso era la muerte segura y mucho peor que la que tendría si seguía. Eran masa, carne de choque corriendo hacia las bestias. Su destino era morir desgastando las primeras líneas del enemigo, abriendo brecha. Detrás de ellos estaba el ejercito de los fuertes, los experimentados, los bien armados y alimentados, los más crueles.

 De repente un grito llegó desde atrás, una orden. Perdió la sombra oscura que llevaba delante mientras otras pasaban fugaces por sus costados. Se le aceleró la respiración. Él también decidió correr. Olía a miedo. Alguien chilló, miró de reojo y vio un cuerpo retorciéndose entre gritos, llevaba una flecha clavada en el abdomen, o quizás más abajo. Volvió rápidamente la cabeza. Cerró los ojos. Corrió desesperadamente. Cayó. No noto dolor. No podía moverse. Lo intentaba pero no podía. Pasaban por encima de él. Tropezaban con su cuerpo. Una mano tiró de su brazo con fuerza y una voz terrible, amenazante y dura le gritó.

 - ¡Levanta o te machaco la cabeza aquí mismo!

 Su cuerpo reaccionó y se tensó, comenzaba a levantarse, lo intentaba al menos, cuando después de un silbido, allí, en el suelo, a su lado, distinguió la cabeza de quien hacía un momento le había amenazado, estaba atravesada por una flecha. Quitó con esfuerzo la mano muerta que aún apretaba su brazo y se puso de pié de un salto. Buscó el hacha hasta encontrarla y cogió de la cintura del muerto un largo y oxidado cuchillo. Corrió de nuevo hacia donde oía los ruidos de muerte, los choques de metal contra metal, los gritos y los llantos. De repente desapareció la niebla. Y lo pudo ver. Hombres acuchillando y golpeando a otros hombres. Sangre. Barro. Humedad. Paró unos instantes observando la crueldad y la muerte hasta que de pronto tensó sus músculos, miró su mano derecha y levantó el hacha. Su mirada se fue al infinito. Empuñó con fuerza el cuchillo con la otra mano y comenzó a correr hacia la barbarie.

 

(Ocho de Marzo de 2020)

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2020

jueves, 21 de marzo de 2019

AROMAS

 

Hora del aperitivo, un gran bullicio en la taberna, Emilio El Maño acaba de ponerme un mínimo vaso de (muy poco) vermut con (mucho) sifón, me encanta el olor.

¾     Maño, ¡pon una banderilla al niño!

El vermut me lo tomo porque si no lo hago no hay pincho, ese es mi secreto. Emilio, un tipo elegante de pelo pegado con brillantina y camisa blanca increíblemente blanca, con corbata a juego con su franca sonrisa, coge de una fuente, que en ese momento yo no alcanzo a ver, un palillo en el que hay pinchado en este orden: un berberecho, una aceituna y un trocito de pimiento rojo. ¡Qué olores! La sonrisa del Maño es tan elegante como él.

Loli y Alfonso hablan con Lola a gritos y entre risas. Mientras, Ana Mari, mi amiga del alma, me mira con un gesto típico suyo, con su sonrisa tierna y bonachona. Está muy contenta. Yo también.

Subí las escaleras no precisamente despacio, ¿cómo estaría la casa? En 2004 quedó muy bonita, su trabajo me costó y su buen dinero les costó a mis padres. Mi madre había dicho que esa casa vacía no servía para nada, que había que arreglarla un poco y alquilarla, había que haberlo hecho ya en 1984.

¿Es posible que una madera con tantos años y tan desgastada tenga el mismo olor que hace cincuenta y cinco? ¿Ayudará la legía de tantos miles de fregados? Esos aromas de una vida tan distinta, tan pasada... Fue un instante olfativo mientras sonaba el chirriar de los peldaños bajo mis pies.

En cuanto tuve un rato hice cuentas, en aquellos momentos estaba enamorado del excel, casillas que se rellenan con números que después se manejan a tu antojo consiguiendo conclusiones impensadas cuando comienzas y que, si así lo deseas, pueden ser tan falsas como los mundos paralelos. Mi conclusión fue que la inversión de mis padres se podría amortizar en, como mucho, seis años. Se lo dije a mi madre para ayudarla a animar a mi padre, a ella no le hacía falta. Mi cometido sería controlar la obra y el presupuesto.

El tiempo pasó y ahora el dueño de esa casa era yo. Me sentí solo. Siempre me pregunté cómo sería tener hermanos y siempre, desde que olía y luego me zampaba las banderillas, me pareció lo mismo: que nunca lo sabría. Como todo en la vida tendría sus partes favorables y desfavorables. Qué más da. Las cosas son como son y así debemos vivirlas. Nunca mis pensamientos sobre aquello duraron más de treinta segundos, salvo los días posteriores a la muerte de mi madre.

Con esa sensación de soledad llegué al tercer piso, curioso, allí estaba parado el ascensor, abrí sus puertas, necesitaba olerlo. Igual. ¿Fruta, puerros y aceite de engrasar?

Volví a cerrar el ascensor y al girarme me encontré ante esa puerta con mirilla circular que siempre me recordó, con acierto, una caja abierta de quesitos de El Caserío. Ahí noté una sensación interior a la altura del corazón, quizás un poco más abajo, una palpitación un poco más rápida y fuerte de lo normal.

Desde el balcón de la habitación de mi abuela veo la calle Argumosa, es otoño, me encanta ese balcón con geranios colgados a ambos lados de la barandilla. Salgo fuera. Como muchos otros días de buen tiempo me paso muchos minutos allí con una libreta negra en una mano y un lápiz en la otra. Pinto un palote más en la línea de los Seat 600. Después pasan cuatro motocarros seguidos. Al cabo de otro rato invento el palote  cruzado al divisar a lo lejos el quinto motocarro. Otras veces no anoto las marcas y modelo, sino los colores de los coches. Finalmente cierro el recuento y pongo la fecha. Mi afición posterior por los números viene de ahí.

No consigo recordar si ganaron los 600, los motocarros, los camiones o las DKV. Qué putada el binomio memoria-tiempo.

Noté el peso de la puerta al abrirla. El suelo de parquet de la entrada estaba bastante bien. En 2002, cuando comenzó la obra, no se ponía tarima flotante, la heroína hacía no demasiado tiempo que había abandonado la Plaza de Lavapiés y el barrio, lleno de inmigrantes y viejos, comenzaba a ser colonizado por gente joven y alternativa.

Mi amigo Pepito, ahora José Luis, el Sele para mi, ha venido a casa y soy feliz, muchas veces me ha comentado que él también lo era. A petición suya voy a la habitación del fondo, la que da a la calle Salitre, y vuelvo con una caja de cartón grande. Pepito se coloca en un extremo del pasillo y yo en el otro. El suelo no es de madera, está frio y nosotros llevamos pantalón corto. Cada uno colocamos nuestros castillos de corcho, pero es a él al que le ha tocado comenzar a disparar las balas rojas de madera desde el cañón enorme también de madera. Mete la bala, tira de la bola que hay en un extremo comprimiendo el muelle interno del cañón y cuando está a punto de soltarla yo me aparto para que no me dé.

Avancé por el pasillo, ese olor no era el mío. Eran los olores de otra gente de muchos días, de, imagino, buenos, malos y regulares momentos. De gente joven, más que yo, que decidió vivir en ese ruidoso barrio sin importarles no tener aire acondicionado, sin molestarles el ruido que sube de las terrazas en verano, con los balcones abiertos para poder respirar un poco. Otro tipo de vida, del siglo veintiuno.

Estoy en la cama, mis padres, mi tía y mi abuela deben estar dormidos. Mi ventana está abierta, no hace frío y es posible que en realidad haga bastante calor.

En el silencio de la noche oigo golpes lejanos del palo del Sereno y las voces de Gloria, Aurea y Vicenta. Salvo alguna broma, o alguna discusión, hablan en voz muy baja. Debe ser tarde, no sé lo que dicen, aunque si lo intentara creo que podría descubrir muchas cosas, pero no, es como una música de fondo para mí. Están sentadas en sillas de madera a la derecha del portal, delante de la puerta cerrada de la frutería, o no, quizás la parte derecha el cierre esté medio subido para que vuelvan a casa las dos primeras, Vicenta volverá a la portería por el portal. Yo no me enteraré de nada porque estaré dormido.  

Avancé por el pasillo y llegué a la zona noble, las dos habitaciones del chaflán. La de la izquierda la han usado como dormitorio, al igual que mis padres, se notaba perfectamente, habían dejado un antiguo mueble destartalado de Ikea. La de la derecha, tenía las paredes un poco más manchadas, la usaron como comedor y cuarto de estar. Habría que pintar, bueno, imagino que cuando se van los inquilinos de una casa siempre hay que pintar. Fueron buena gente, bastantes, siempre treintañeros, de la primera mitad de la treintena. Unos se iban y otros venían y cambiábamos el contrato incluyendo un nuevo anexo. Siempre quedó Marta, era como si se mantuviera de guardia para no perder el castillo.

Mi madre me da siete cincuenta y bajo las escaleras de madera corriendo, saltando escalones de dos en dos, cruzo la calle y me meto en la heladería (luego se llamó Royne). Huele a vainilla pero a  mí me gusta la nata, sin embargo la solución de compromiso en casa son los "tres sabores" y de eso es lo que pido una barra, y no se me olvida pedir los barquillos. Si no se les pide siempre se les "olvida". Dejo el olor a vainilla y vuelvo a casa sin las siete cincuenta pero con el postre dominical de mantecado de nata, chocolate y vainilla. ¿Qué pensará mi padre? Pero… eso lo pienso ahora.

Salí a la balconada del chaflán, que compartían el dormitorio de mis padres y el comedor de los sillones de orejas, de las comidas de domingo, del mueble bar con anís, coñac, ron Negrita, Tío Pepe y vermut, de los cajones donde mi madre escondía el chocolate y a mí me daba igual porque siempre lo encontraba, de las noches de Nochebuena y Nochevieja, con mucha gente, muchos vecinos, mucho turrón, mucha alegría.

Y me fijé que enfrente, en la esquina de Argumosa con Salitre, ya no estaba la Casa de Comidas Económicas Soidemersol, no me había dado cuenta hasta entonces, el local estaba pero ya no se llamaba así, ahora tenía un nombre del siglo veintiuno mientras mis olores eran del siglo veinte.   


(21 de Marzo de 2019)

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019




sábado, 21 de abril de 2018

EL PRIMER CONTACTO


 

Ahí estaba la pelota, inmóvil, pegada al suelo mientras la miraba muy serio, con unos ojos tan abiertos que se me salían de la cara. Luego mi mirada fue de la mesa al suelo y otra vez a la mesa y otra vez al suelo, perplejo, no entendía nada, estaba hecho un lío, ¿cómo podía ser?

Hacía solo un momento había conseguido ponerme de pié, yo solo, y en mi triunfante equilibrio había caminado dos pasos, y alargando mi brazo sobre la superficie de la mesita había cogido la pelota roja de goma que me había regalado mi tío Jorge. Aunque era pequeña me costó prensarla con una sola mano, pero lo conseguí. Todos los días me encontraba con nuevos retos. Después la rodeé con las dos manos mirándola y palpándola, en realidad la sobé un poquito, me gustaba su tacto. Finalmente volví a agarrarla solo con la mano derecha y abrí los dedos: la pelota cayó e hizo ruido y botó un poco y yo salí titubeante detrás de ella. Qué emoción, qué alegría, eso debía ser jugar. Y me encantó. Hasta ese momento fue un día muy feliz.

Cuando la pelota paró me acerqué a ella como pude, a gatas, ay, y dejé caer mi culo para sentarme y cogerla y seguir jugando. Me alegré mucho de llevar pañales porque amortiguaban el golpe. Volví a cogerla con la misma mano, con la palma hacia arriba, y de nuevo abrí los dedos, pero nada, la pelota no se movía, seguía sobre mi mano ¿porqué no subía? Lo repetí una y otra vez, probé también con la otra mano, siempre lo mismo, era muy frustrante.

Así que me cansé y la dejé en el suelo.

¿Ahora entendéis mi perplejidad?

Y si subía, ¿donde iría? ¿al techo? ¿otra vez sobre la mesa? Sí, seguro que era eso, volvería a su sitio, sobre la mesa, me gustaba pensar que fuera así, de esa forma cada cosa tendría su sitio donde volver y eso quería decir que también yo, cuando me perdiera, volvería siempre a mi casa. Ese era un asunto que me preocupaba mucho: perderme y no ver más a mi mamá.

Y entonces me propuse investigar, era un reto importante. Pensé en ir  al techo y volver a realizar mi experimento, pero justo en ese momento me di cuenta de un verdadero problema, la mesa. Para que todo estuviera igual y poder repetir todo en las mismas condiciones, tenía que conseguir que la mesa estuviera en el techo, aunque me temía que iba a suceder lo mismo que con la pelota, pero tenía que intentarlo. Me volví a poner de pie tras cuatro intentos en los que el culo se me iba hacia atrás, pero como era muy insistente lo conseguí, me acerqué a la mesa y sujeté una de las patas con las dos manos y a continuación las abrí. Nada la mesa no iba al techo, no se movía.

Jolín, las cosas caían hacia abajo pero no hacia arriba ¿por qué?

Volví a repasar todo. A ver: me pongo de pie, cojo la pelota de la mesa, la sujeto con la mano derecha, abro la mano y la pelota cae al suelo. Una vez la pelota en el suelo, la cojo con la misma mano hacia arriba, la abro y la pelota no se mueve, no cae al techo,  y mira que espero, pero nada.

Decidí parar un rato, sentarme y pensar, porque los niños hay veces que estamos tranquilos sin hacer nada mirando al techo y los mayores piensan que estamos haciendo caca, pero no siempre es así. Entonces volví a echar el culo hacía atrás y caí sentado y entonces me di cuenta de lo fácil que me resultaba sentarme y lo mucho que me costaba ponerme de pie… ¡Eso era importante! Así que seguí pensando en ello.

Estuve experimentando durante largo tiempo, mis papás decían que desde que había descubierto la pelota no hacía nada más que jugar con ella. Y nunca se me olvidará: al día siguiente, después de muchos experimentos con la pelota y también algunos con mi culo, con vasos de agua, ahí mi madre se enfadó mucho, con mi chupete y con cualquier cosa que caía en mis manos, saqué una maravillosa conclusión para el resto de mi vida. Bueno, quizás dos.

 

(22 de Abril de 2018)

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2018

domingo, 24 de diciembre de 2017

Cuento de Navidad 2017.


 (Mamá, te quiero. Sigue cuidándonos desde donde estás.)   





Deposité de nuevo mi mirara en los tres, sus pieles eran oscuras y  los rasgos de sus caras eran delicados, en realidad en la India era corriente ver gente así. Al más pequeño le caían unos largos velones de mocos transparentes que de vez en cuando retiraba con la lengua. Quizás tendría cinco años. Su ropa parecía sucia, aunque nunca se sabe ya que los tres iban vestidos de un color claro grisáceo. Imaginé que si tenían madre, seguro que no disponía de lavadora automática ni detergente, ni menos blanqueadores.

 El otro niño era un poco mayor, no mucho, ambos estaban cogidos de la mano y siempre junto al mayor que podía tener quince o dieciséis años, como cobijándose detrás de él.

 Hacía mucho calor y la humedad multiplicaba esa sensación. El mayor de los chicos volvió a hablarme, esta vez más fuerte, casi gritando, sus inexpresivos, tristes ojos seguían igual. Ante la falta de respuesta por mi parte se acercó y tomó mi mano con la suya, noté el contacto de su piel, era delicada, templada y aparentemente limpia. Tiró primero suavemente de mi mano y luego un poco más fuerte, comenzando a andar, aunque su cara seguía mirándome en sentido opuesto a su marcha. Me dejé llevar. Recorrimos el largo pasillo lleno de puestos a ambos lados. Frutas, baratijas, muebles, utensilios de cocina y enseres se mezclaban. Según pasábamos por algún puesto en el que había especias o perfumes se producía una explosión de olores que te transportaba momentáneamente a otros lugares irreales, pero duraba poco porque siempre, instantáneamente, se producía otra sensación ya fuera auditiva, olfativa o visual. Había mucho ruido ambiente, murmullo, pero no había gritos como podría ser habitual en este tipo de mercados en otros lugares del mundo. Mis pies resbalaban de vez en cuando con restos de verduras que había por el suelo. De repente llegamos al fin del pasillo, había una puerta que daba a la calle, salimos, el chico iba acelerando su paso, los pequeños iban a su lado, yo un poco detrás, el sudor me caía por la frente, ese calor húmedo era sofocante, cruzamos la calle entre suciedad y sorteando las bicis y las motos, un poco más adelante, a la izquierda, se metió por un callejón estrecho y oscuro, me paré un segundo pensando si debía seguir, lo hice. Recorrimos una red de calles estrechas y oscuras, no más limpias, y de pronto se metieron por una puerta pequeña a la derecha. Había que bajar unos escalones, era una pequeña estancia mal iluminada por un pequeño ventanuco en lo alto. Allí paramos todos. Abrió un arcón bajo de madera, no muy grande, que había sobre el suelo. Cogió unos objetos de dentro, me miró con esos enormes ojos negros y me los ofreció, o eso creía yo. Eran lápices de mina negra, todos muy gastados, pequeños, cortos, habían sido afilados a cuchillo un montón de veces para sacarles punta. También había una pequeña goma de borrar del tamaño de un garbanzo. Me los entregó todos. Con cara de sorpresa junté las palmas de mi mano e incliné un poco la cabeza en gesto de agradecimiento. A continuación saqué un billete del bolsillo y se lo di. Me sonrió y cuando fui a guardar los lápices y la goma en mi mochila puso un gesto entre sorpresa y turbación y me negó con la cabeza ofreciéndome el billete que le acababa de dar.

¿Qué pretendía? ¿Qué quería de mí?

 A la derecha había dos jergones, se acercó a ellos y sacó de debajo de un viejo y roído colchón dos carpetas muy cuidadas de cartón. Empezó a soltarme de nuevo una perorata en su inentendible lengua a la vez que me enseñaba una serie de papeles que había sacado de las carpetas. Unas hojas estaban llenas de escritura ininteligible, en otras se alternaban dibujos de pájaros, de personas, de flores y de frutas con el mismo tipo de escritura. Me pidió algo con la mirada, tenía la palma de la mano extendida hacia mí, entendí que eran los lápices. Los volví a sacar de la mochila y los puse sobre uno de los jergones. Entonces el chico tomó uno de los minúsculos trozos de lápiz e hizo como si escribiera sobre una de las hojas alternando su mirada entre el papel y mis ojos. Su cara volvía a ser sería y con gesto de querer comunicarme algo importante.

Entonces entendí, aunque en aquellos momentos no tenía la completa seguridad.

Nuestras miradas se cruzaron con una amplia sonrisa cómplice. Le ofrecí mi mano derecha, noté que no sabía qué hacer. Después de unos momentos de duda acercó la suya y las juntamos en un saludo tras el cual hizo un gesto de inclinación de cabeza con las manos juntas y las puntas de los dedos hacia arriba al que correspondí.

 Cogí su mano y tiré de ella, miré a los otros dos niños y les hice un gesto con el brazo para que nos siguieran, lo conseguí, iban tras nosotros. Volvimos a recorrer el entramado de callecillas, esta vez el que iba delante era yo y no sé cómo lo hice pero lo conseguí, llegamos de nuevo al mercado.

 Recorrimos todos los puestos en que había lápices negros y de colores, gomas de borrar, bolígrafos y papel, yo miraba y él elegía, sus ojos y los de los dos niños ahora expresaban alegría además de excitación. Los olores, los colores y los sonidos del mercado eran idénticamente iguales a los de hacía unos momentos.

 Al cabo de unos momentos el chico tenía su tesoro y todo había acabado, intenté expresárselo y creo que lo entendió. Paré, me quedé quieto, le miré intensamente a los ojos, le dije con la mirada que me tenía que ir, que mi tiempo allí había acabado, que me sentía feliz de haber comprendido, de haber podido ayudarle. Junté mis manos con las palmas hacia arriba e incliné la cabeza, hice el mismo gesto con los niños, retrocedí dos pasos con cuidado para no caerme y me volví y salí del mercado después de recorrer un largo pasillo con puestos de frutas, verduras, baratijas y muchísimas cosas más.

 Al salir a la calle un montón de hombres esperaban pacientemente su turno para el barbero, unos sentados en el suelo y otros tumbados y mientras caminaba sudando hacia el hotel entre el ensordecedor sonido de la gente, las motos y los coches, sentía una alegría muy grande, inmensa.

 Allí, en ese momento, en Jaipur, quizá a causa de ese agradable sentimiento, me di cuenta de que en Madrid era el día de Navidad.


(24 de Diciembre de 2017)

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2017

 


miércoles, 12 de julio de 2017

Verano en la Clínica de la Moncloa.

 

(2017, un día del último verano de mi madre)

Hace un buen día de verano, estamos en Julio pero el sol no abrasa nuestra piel, ni ciega nuestros ojos, ni aplasta nuestra actividad vital hacia una oscura cueva. Todo eso ya sucedió en Junio. Está siendo un año extraño, aunque, ahora que lo pienso, todos lo son, todos son distintos y en algún momento sucede algo climatológicamente exagerado, los medios de comunicación lo exageran más,  tienen que rellenar papel o minutos y lo hacen de la forma más sencilla para ellos, la que menos esfuerzos les exige, sin pararse a pensar, a meditar o a investigar. Si hace mucho calor en Junio se dedican a aburrirnos cansinamente con ello. Entrevistas, reportajes actuales e históricos, debates con participación de seudoexpertos, exposición de toda clase de criterios que apuntan a la teoría del calentamiento global, ... ¡Con la cantidad de cosas que hay sobre las que informar y denunciar!

 Pero mi climatología particular, la íntima, anda en estado de vigilia, y de guerra, de resistencia. Luchando contra las ondulaciones bajas de la sinusoidal de la vida, aguantando, sin saber lo que va a pasar mañana pero intuyendo que existe una alta probabilidad de que no sea bueno, de que sea irreversiblemente malo. O no. Mejor no pensar en ello. Ahora no puedo, necesito agarrarme al clavo ardiendo.

 El único consuelo es la tranquilidad de ánimo y de conciencia. De que estás intentando hacer lo que puedes lo mejor que sabes, esforzándote física, mental y emotivamente.

 Ya no sé si deseo que llegue mañana o no, aunque da igual, porque llegará. Pero eso expresa mi estado de ánimo. Por otro lado creo que en el fondo, aunque intente animarme, no tengo esperanza de que suceda algo positivo, aunque lo deseo fervientemente. En fin, todo esto es muy complicado y por tanto confuso.

 Solo sé que la quiero.





(13 de Julio de 2017)

© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2017


miércoles, 23 de mayo de 2012

Cruce de caminos.




Dos caminos se cruzan. Eso significa que parten de puntos distintos y finalizarán en puntos distintos.

Aunque eso nunca se sabe. Puede no ser cierto. Es posible que aunque esos caminos se crucen, partan del mismo punto y finalicen en el mismo punto.

Veamos este caso, me gusta pensar en ello. Un conejo, ¿porqué un conejo?, no lo se. Bueno, el conejo sale del punto de partida y ve dos veredas, toma la de la izquierda, su destino es seguir esa senda. Pero de repente llega al cruce y decide tomar la otra senda continuando por ella hasta llegar a su fin, que es el mismo al que le conducía la otra. Es el camino de su vida, su camino.

Qué importa lo que hubiera en los otros recorridos. Da igual. No importa. Lo único importante es lo que ha sido, lo que ha ocurrido, lo que el conejo ha vivido. También lo que es ahora mismo y lo que será todo su recorrido hasta llegar al final.

Los otros caminos, los no utilizados, son hipótesis, siempre lo serán, nunca serán una realidad y lo que no existe ni existirá nunca, tiene muy poca importancia, no importa, nada.

En cada momento, en cada decisión, estamos en un cruce de caminos. Elegir es nuestro derecho, es nuestra necesidad.

Todos los días tenemos muchísimas oportunidades para elegir, ¿por qué nos crea tanta presión a veces el riesgo de equivocarnos? Es absurdo, ese riesgo lo tenemos que tomar decenas de veces al día, o quizás centenares, no se. Hay que razonar y después elegir la opción que más nos guste, o la que nos parezca mejor, otras veces elegiremos la menos mala. Y arriesgarse, tomar la decisión que hemos acordado con nosotros mismos.

Hay veces que no decidimos, ¿por qué? porque seguimos el camino que va cuesta abajo, porque es el más cómodo aunque no sabemos si el peor. Es fácil echar la culpa al destino. Es la comodidad de no pensar, de decidirse por lo más fácil. Eso se llama desidia. No, no hay que ser desidioso, tenemos que intentar ser dueños de nuestro destino.

Vivir también es eso. Vivir en libertad, o en el mayor nivel de libertad que podamos tener y que nos sea permitido.

Cuanto más podemos elegir, mayor es el nivel de libertad que tenemos. Seamos conscientes de ello. Hay que ver la parte positiva de las cosas. Tenemos que interiorizar que ser libres no es gratis.

Sigamos pensando, sigamos tomando decisiones, que nadie se acojone, al revés, vivamos la alegría de poder hacerlo. Seamos libres, seamos responsables, seamos valientes.

   


© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2024

lunes, 21 de mayo de 2012

Noche de primavera en Madrid.

Viernes de Mayo.


Se encuentra en una taberna famosa, antigua, vieja, céntrica, algo cutre, zona de Tirso de Molina. Un grupo de amigos, doce y faltan algunos, se han juntado para agradecer, para hacer un pequeño homenaje a una pequeña enorme mujer con acento sevillano, ojos vivos, una inteligencia solo superada por su gran corazón y por el derroche de cariño que la desborda.

Una mesa vieja de madera marrón, muy oscuro, casi negro. Bancos, tambien de madera, corridos y banquetas desencoladas que se mueven. Paredes amarillas ¿de no pintarlas en años? Una cabeza de toro en la pared, cuadros de toreros, recortes de periódico enmarcados, una pequeña y antigua barra de zinc y detrás, además de estantes con multitud de viejas y picadas botellas que ahora solo adornan, una chica marroquí muy cariñosa que siempre les trata como amigos, además de como clientes, y que en esos momentos está absolutamente desbordada por el trabajo.

Ella, la del deje andaluz, entra en la taberna con andar saleroso y movimiento de caderas. Se dirige hacia la mesa y se da cuenta que hay más gente de la que se esperaba encontrar. Su cerebro rápidamente procesa que sentadas en esa mesa hay tres o cuatro personas que no espera, porque no es su día, un martes las esperaría, un viernes no. Algo pasa. Enseguida, antes de la entrega de regalos, lo percibe y rompe a llorar, hace pucheros como un niño. Por fin consigue serenarse, abre los regalos y se levanta dando un beso a cada uno.

Llegan el vino blanco, las cañas de cerveza, alguna clara y también alguna pequeña tapa, patatas bravas. Todos charlan de lo sucedido el fin de semana anterior en la Feria de Jerez en la que han estado todos. Hace mucho calor, pero eso tiene esa taberna. En la calle se está mejor, pero no es esa taberna.

Mientras todo esto sucede, mientras la amiga de acento sevillano disfruta de su fiesta, de su homenaje, de los lógicos sentimientos de agradecimiento y orgullo que está viviendo, detecta en ese lugar, en esa fiesta, varios tipos de cariño, los siente y disfruta.

En primer lugar el de la persona que ama, la que remueve su corazón, y su cuerpo, la que hace que algunas veces llegue hasta perder el sentido común, algo que tiene que controlar.

También el de la homenajeada, esa amiga que conoce desde hace tiempo, la sevillana de cuya amistad se siente muy orgulloso. La mujer guapa de los regalos.

El de esos amigos y amigas más cercanos, con los que se siente siempre bien, que son su gente, personas cercanas y cariñosas y que al final siempre encuentra, siempre están ahí. La buena amistad. Esa que dicen que se cuenta con los dedos de las dos manos (o de una).

Luego el de esa familia que algún día será la suya, sólo es cuestión de tiempo, y paciencia.

El de la gente que conoce hace menos tiempo, que son distintos, que no son como los anteriores, pero con los que se puede pasar algo más que un buen día de fiesta, todos tenemos algún defectillo ¿no? Para eso está la tolerancia, el fondo es bueno. Se siente también objeto receptor de esa tolerancia.

Del resto, que aunque no han entrado todavía en su vida, llevan camino de hacerlo y por lo tanto a los que hay que abrirse.

Más tarde hay un bar de copas en Puerta Cerrada, charla, bailes, copas, risas y algún cigarrillo. Se une algún componente más a la fiesta.

Finalmente un sitio cutre, muy cutre, cutrísimo, de copas deleznables y buena música en la calle Bailen. ¿Porqué?, porque está cerca y abierto a esa hora de la madrugada, cuando ya han cerrado el bar anterior.

Más baile, menos copas porque son asquerosas, más risas y alguna cerveza.

Pasadas las cinco de la mañana a casa.

A las seis menos cuarto se despide de la persona que quiere y a las seis en casa. Se acuesta y cae feliz en la cama.

Una noche de fiesta en primavera en Madrid, su ciudad, a la que tanto ama.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2024