jueves, 12 de enero de 2012

Una sonrisa luminosa y unos ojos verdes.

 


Un asiento vacío en el vagón del metro, es el del lado izquierdo de un grupo de tres. He cambiado de sitio huyendo de algo que no me agradaba. Me siento sin fijarme en más. No es cierto, al lado hay una señora de edad madura más bien gruesa con un abrigo color beige. Nada más.

Pongo en marcha mi libro electrónico para continuar mi lectura y mientras lo estoy haciendo, asoma por mi izquierda un brazo y una mano que me sacude suavemente pero con insistencia la manga izquierda de mi chaquetón.

Levanto la cara y compruebo que ese brazo viene de la izquierda de la señora que está a mi lado. De repente no solo hay un brazo y una mano, sino que asoma una cara sonriente con rasgos extraños. Es la cara de una niña, con unos ojos muy abiertos de niña, pero en una cabeza de mujer. Sus rasgos no son de síndrome de dawn (hasta donde yo conozco), pero sus gestos denotan falta de inteligencia, de control y posiblemente de alguna cosa más. Dice algo que no entiendo, en parte porque llevo cascos y estoy escuchando música.

Sus ojos, los de la niña-chica, no se me olvidan. Son verdes, bonitos y alegres, eso sí, enormemente grandes, los tiene abiertos hasta lo difícilmente posible. Tampoco se me olvida su sonrisa, es luminosa y amistosa como la de una niña de tres años que desea jugar con alguien al que quiere y le divierte.

Mientras le devuelvo la sonrisa, la señora que está a mi lado, su madre o quizás su cuidadora, le dice sin estridencias, en tono tranquilo, que me deje en paz, que no me moleste. La niña-chica cambia el gesto rápidamente, la sonrisa se va, retira su brazo y se echa hacia atrás volviendo a apoyar su cuerpo en el asiento.

Dejo de verla. No sucede nada más digno de mención hasta que, entre las estaciones de Cuzco y Plaza de Castilla, la madre decide poner en movimiento a la niña-chica para apearse en la siguiente.

Se levantan las dos al tiempo, la madre tira del antebrazo para ayudarla a levantarse. Mientras se levanta veo de nuevo a la niña-chica. Un largo rastro de baba le sale por un lateral de la boca, de entre los labios cerrados, quedando colgada en el aire hasta alcanzar quizás unos veinte centímetros. No sé porqué pero vuelvo la cabeza instintivamente. ¿Asco? Sinceramente, no lo sé. La baba era un liquido absolutamente limpio y transparente, eso sí, viscoso.

Cuando vuelvo de nuevo la cabeza ya están saliendo por la puerta del vagón hacia el andén. La madre sigue tirando del antebrazo de la niña-chica.

Algunas personas les miran, como yo.

Llegan a un banco, la madre deja el bolso sobre él y comienza a abrochar el abrigo de la niña-chica.

Las puertas del metro se cierran, el vagón se mueve y dejo de ver esa imagen.

Ahora, más de veinticuatro horas después veo la cara, la sonrisa y los preciosos y vivos ojos verdes de la niña-chica. Son persistentes. Los ojos y la sonrisa eran tan bellos como no lo era su rostro.

Calculo que la niña-chica no tendría menos de dieciocho o veinte años, la madre un rictus de tristeza, no solo en su rostro, sino en todo su cuerpo. 

La imagen que me queda: una sonrisa luminosa y unos ojos vivos, verdes y bellos.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021




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